
París olímpica
- Clara Rodríguez Miguélez

- 3 ago 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 4 ago 2024

París está rara. Tan pronto relampaguea en seco como te besuquea con su calor húmedo. Pero qué bonito está el Grand Palais alfombrado de pistas de esgrima y con una grada solemne: no en vano, los 33 Juegos Olímpicos hacen hormiguear el centro. Policías en patrulla, metralleta en ristre, se pasean por todas partes, con sus furgones atravesados en los caminos potencialmente peligrosos. Los voluntarios ponen la sonrisa en inglés y en francés, dan indicaciones a espectadores despistados y distribuyen agua gratis en paradas de metro estratégicas para combatir ‘la canicule’.
España lleva cinco medallas, según los datos del momento en el que publico: judo, piragüismo, vela, atletismo. La humildad del extremeño Álvaro Martín, bronce en los 20km marcha, se ha robado los corazones de Twitter con el vídeo de su emoción; y también se habla de Yusuf Tikeç, el turco que ha ganado una plata en tiro sin mirilla y con una mano en el bolsillo; o de la boxeadora argelina Imane Khelif, puesta en cuestión precisamente a raíz de las quejas de una oponente vencida.
Por otro lado, los locales que he ido conociendo dicen que en los hoteles se llevan las manos a la cabeza: con el gran evento a la vista, todo subió de precio como la espuma hace meses, y cuando la gente ya se hubo organizado su viajecito alternativo a Italia fue demasiado tarde para bajarle la tarifa a la ciudad del amor. Harán dinero, claro, pero es que el metro está a cuatro euros y el turista de a pie, sensible a eso, se hará quizás más peatonal si cabe.
El caso es que las sirenas ululan por doquier y la actividad se arremolina en ciertos puntos, pero fuera de perímetro se deja sentir una calma chicha, veraniega. En el café en el que hago algunas horas, un hombre que viene a menudo a charlar cuando estoy en la barra se queja de la inauguración. Le indigna esa polémica que ha levantado ampollas sobre si se ha querido representar a Jesucristo con drags. Me recuerda a otras voces en mi propio idioma. “¡No pude ver más!”, se enfada. Está empeñado en que aquello era una parodia de La Última Cena y punto. Ni oír hablar de que pudiera tener más relación con una bacanal, por mucho origen que los Juegos tengan en los antiguos griegos y en ese Olimpo lleno de ambrosía, sensualidades y de dioses celosos y promiscuos.
Con ese punto de provocación que les caracteriza y que nos ha dejado pensando, los franceses tienen un inefable sentido para el espectáculo, pero a menudo pienso que la organización no es su fuerte. Faltaron toldos, o barcas, para los sufridos espectadores de la ceremonia de apertura, y lo que pudo ser una delicia para el telespectador, pinchó para el que lo viera en vivo, incapaz de abarcar varios kilómetros con los ojos, fuera cual fuera su posición.
Supongo que no podía llover a gusto de todos. Pero llover, llovió con ganas, como si París se hubiera propuesto que hubiera más agua fuera que dentro del Sena. Ojo, no digo que fuera sencillo: el despliegue para inaugurar los JJOO en la ciudad más turística del mundo y por primera vez al aire libre era un cautivador desafío, faraónico, pretencioso, loco. Había mucho que podría salir mal y no lo hizo, y eso ya es una gran victoria. Lo dicho, hay detalles organizativos que sí hay que reconocerles. Las medidas de seguridad no creo que sorprendieran a nadie. Pero… ¿por qué no añadir un guiño de comodidad o de complicidad para los presentes? Vale, en algún que otro puente había gigantescos parasoles y un trato más VIP, pero para el común de los mortales –algunos a razón de mil o dosmil euros la papeleta digital– no había más piedad que la del paragüas o chubasquero que cada uno hubiera tenido a bien traerse. Y es que después de cuatro horas, eso no había tejido impermeable que lo soportase.
El caso es que los barcos de los deportistas surcaron las aguas, tanto las del río como las de la cortina de lluvia, con los competidores enfrentando una primera prueba grupal. Y en ese sentido, tampoco sé yo si, en este mundo en el que vivimos, es una potencial puesta en escena que emulase la Última Cena lo más escandaloso que podría echarse a la cara un cristiano. Con el Mediterráneo escupiendo muerte a las costas de Europa, dudo entre si fue sombrío o esperanzador que abriera la marcha una embarcación de atletas refugiados. Qué decir de la presencia de los diezmados deportistas palestinos, después de que las bombas hayan matado a muchos de ellos. ¿Resistencia o abnegación, obligados a compartir desfile con la delegación israelita? Aquel día, los Juegos comenzaron acompañados por la música de Lady Gaga (“Bonsoir, bienvenues à Paris!”), de Gojira, o de Aya Nakamura, que movió las caderas arropada por la guardia republicana para que los racistas rabien. Al final llegó Céline Dion y cantó aquel ‘Hymne à l’amour’ de Piaf para unir a todos.
Unos Juegos siempre son política, al menos un poco. No puedo evitar pensarlo. Pero el otro día… sólo estaba pendiente de la emoción de un tablón de ocho soberbio, del entrechocar de los floretes de las tiradoras, de los franceses eufóricos con el quinto puesto de sus chicas. Así que me estoy dando una tregua vacacional y trato de asumir que a veces no se puede analizar, ni decir, ni hacer todo al mismo tiempo. Ni falta que hace que yo lo haga, por supuesto, por mucho que no decir nunca nada tampoco sea una opción. Hay que afrontarlo sin dejar de apoyar las causas que nos parecen justas.



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