top of page

Herederos de la práctica

  • Foto del escritor: Clara Rodríguez Miguélez
    Clara Rodríguez Miguélez
  • 21 mar 2020
  • 3 Min. de lectura

Cuando dábamos clase en Polonia yo me sentía rara al tocar el tema del comunismo, por aquello de tirar de teoría ante los herederos de la práctica. Sin embargo, a veces había que hablarlo, con tacto pero sin tapujos. En clase no había demasiado lugar para las bromas con las que se suele destensar los dramas de la historia, pero el polaco es un carácter agridulce capaz de contarlos. Probablemente por eso, uno de nuestros profesores ilustró de pasada su crítica más sincera: contó cómo, cuando era niño y se corría la voz de que llegaba un cargamento de papel higiénico, se formaban largas colas. Daba igual que fuera de madrugada o en invierno.


Qué suerte tenemos cada vez que vamos al super y tenemos cuatro gamas de papel higiénico a nuestra disposición. Con una, con tres capas, extrasuave o con olor a flores. ¿Nos asustamos tanto cuando no queda precisamente como atisbo de sospecha de la suerte que supone? ¿Por eso compramos compulsivamente rollos y rollos, como símbolo de estatus, para vendarnos los ojos y tratar de no mirar demasiado hacia las muertes?

ree

Yo no entendía por qué esos mismos polacos de años más tarde sabían aún esperar estoicamente y con alegría media hora de cola para tomarse un helado. Siempre tan pacientes a las duras, pero también cuando venían bien dadas. Un español probablemente habría renunciado al helado con un “estás tú bueno, me voy a hacer yo media hora de cola”. Prácticos, quizás, pero desde luego no pacientes. Ha tenido que venir a bajarnos los humos un virus, uno enmascarado como si fuera poca cosa. Esto nos baja el estrés y volvemos a oír los cantos de los pájaros, sí, pero pagamos el precio. Hoy, todos en fila en Mercadona, sin jalear, pensativos, a un metro y pico de distancia de la señora de delante. Ya nadie espera encontrar un bote de alcohol, y me pregunto si alguien habrá empezado a hacer acopio de ese mata-todo que dieron en llamar Knebep.


Y con todo, nos cuesta un mundo aprender a esperar. Nunca pensamos que el mundo pudiera tener que aprender a esperar. Fuimos soberbios, no nos anticipamos o nos creímos inmunes a todo, no lo sé. ¿Cuál era el día cero para detener esto?


Hace falta aprender a quedarse en casa aunque signifique no tomarse una cañita en terraza o no celebrar ese cumpleaños, de momento. Ser pacientes y responsables, aunque eso signifique no poder marcarte tu propia película distópica con toque romántico, saltarte la ley y correr a besar a esa persona que está sólo a seis kilómetros de tu propio piso. Esa mierda te ha puesto un nudo en la garganta de agobio, porque sabes que no queda tanto para esos exámenes. Te ha arruinado el viaje que llevabas meses planeando, o el reencuentro con tus amigos. Todos pueden llevar encima a ese bicho, que ni siquiera tiene la decencia de convertirte en un zombie visible. Se contagia como por arte de tos. Viene exigiendo que dependas de las videollamadas, te ha forzado a aprender a abrazar sin tacto y te aboca a la frialdad social. Seamos sinceros, por muy despegado que seas, esto afecta.


Pero más escalofriantes son esos funerales de cinco personas en los que la mayor parte de la familia ni siquiera puede despedirse. Mucho más miedo da convertirse en un enfermo lleno de miedo y vacío de aire, sin nadie que pueda quedarse a dormir en el sillón del hospital. Da un miedo increíble pensar en todo lo necesario para proteger una residencia de ancianos, sobre todo si hay un centenar de internos, algunos sufren demencia, tienes a media plantilla enferma y sabes que a nadie mayor de ochenta le guardarán un respirador.


Supongo que sólo queda pensar que cada día más es un día menos. Darse fuerza como se pueda, y agradecer el esfuerzo hasta del vecino, que lo mismo aguanta en casa todo lo que puede, a pesar de que su piso es pequeño, le va el wifi fatal y tiene dos niños pequeños.

A nadie le gusta hibernar en primavera. Pero toca enfrentar el trocito de historia que nos ha caído en suerte y esperar en la ventana a que venga el camión reponedor de rollos de papel higiénico. Toca aprender a salir sólo si realmente necesitas esperar esas tres horas soviéticas. Y en esas, intentar que nadie se ahogue en la espera. En definitiva, que no haya nadie sin casa por tener que quedarse en ella.


Confiemos en que, si cayeron los muros levantados por nuestras ganas de dividir el mundo, bien pueden caer las trabas que suponen nuestras torpezas. Esas de cuando no supimos, no calibramos o simplemente no nos resignamos a cerrar todo con tal de no perder dinero.

 
 
 

Comentarios


© 2019, Clara Rodríguez Miguélez. Orgullosamente creado con Wix.com

bottom of page